martes, 12 de noviembre de 2013

20º CAPITULO



Carolina estaba desconcertada, hacía rato que él debería haber llegado. Con fastidio le envía un mensaje de texto. Esperando la respuesta guarda sus cosas en la mochila para ir al hotel.
Al no contestarle, el fastidio se transforma en preocupación. Su instinto le esta advirtiendo de algo. El instinto  de supervivencia le esta poniendo en alerta, que algo no anda bien.
Mientras caminaba en su mente iba recordando y rememorando situaciones, detalles, imágenes. Cada paso que daba se hundía más en su cerebro y el entorno dejo de existir, era ella sola y los indicios.
Indicios, la parte más importante de un investigador, ella no lo sabía, pero su mente si. Comenzó la sospecha, esa vocecita que suena en la cabeza y hace que prestemos atención a situaciones comunes, normales, que de eso no tiene nada. Cada interacción con alguna persona deja algo, una marca o huella en el inconsciente, su mente estaba poniendo orden a las ideas, a los pensamientos, para tener un resultado.
Unas cuadras antes de llegar al hotel, se paró en una esquina, el semáforo ya había cambiado a verde, pero ella ni se inmutó. Estaba pérdida, ensimismada en los recuerdos.
Y tuvo una epifanía.
De manera calmada, muy calmada, saca de su bolso la cámara digital, se pone en pose con una sonrisa y se saca una foto de frente, y de fondo la vereda por donde venía caminando.
Revisa la foto, su cara aunque sonriente, demuestra miedo, pero lo importante de la imagen no era ella, era ver detrás de ella.
A veinte metros, apoyada en la pared de una casa estaba esa mujer, la del cementerio.
Instantáneamente un escalofrío recorrió su cuerpo, los pelos de la nuca se erizaron por el pánico. Iba a gritar y empezar a correr. Y en ese momento una mano la toma del brazo.
Se desvaneció por el terror.
   ¿Tanta emoción de verme que te desmayas? —Le dice sonriendo sarcásticamente.
   ¡Qué salame sos che! Que susto me diste.
   Estuviste todo el día sacando fotos con este calor, era inevitable que te bajara la presión.
   No fue por el calor precisamente —contesta ella, mirando por la ventanilla del taxi.
   Agradece que justo pasaba este caballero que amablemente me ayudó a levantar tu humanidad, con el bastón mucho no puedo hacer.
El conductor la mira por el espejito retrovisor, le guiña un ojo y le regala una sonrisa de costado. Bien porteño el tachero.
   ¿Vamos al hotel? —pregunta algo somnolienta.
   Si mi amor, allá vamos —dice suspirando como si algo le pesara en el pecho.
Ella se quedó muda, ¿había oído bien? ¿Le dijo amor? Estos pensamientos le llevaron a una modorra que la dejó casi dormida. Le costaba pensar. Quería dormir, mucho.
Cuando llegaron al hotel ella ya dormía profundamente en sus brazos. El taxista amablemente le ayudó a bajarla y llevarla hasta la habitación, le acomodaron en la cama y se retiraron sin hacer ruido.
El taxista se llevó una buena propina.
La miraba dormir, su pelo desparramado en la almohada, si tuviera el pelo rubio parecería una Valkiria.
Le quedaba poco tiempo de vida. Pensaba si esa vida la pasaría con ella, regalándole sus últimos momentos o desaparecer y evitarle el trago amargo de la muerte en un ser amado.
Se preparó una bebida, sacó la Glock 17 y la puso arriba de la mesa, mientras Carolina dormía el desarmaba el arma, la limpiaba, engrasaba y volvía a armar.
El ruido del encastre del arma la despertó. Se incorporó en la cama y miró a su hombre, sentado en la silla, un brazo apoyado en la mesa y el otro brazo colgando a un costado y en la mano la pistola.
El color fue desapareciendo de su rostro, tragó saliva que parecía que no quería pasar por la garganta y le preguntó.
— ¿Vas a matarme? —dijo con voz temblorosa y sin poder dejar de mirar esa pistola.
El hombre se levanta, toma el bastón y renguea hasta la cama, apoya el arma sobre el acolchado y se sienta a un costado de ella.
—Es hora de hablar —le dice él casi en un susurro.
La habitación comienza a girar, el calor sube a la cara, la cabeza estalla en mil estrellas, los ojos dejan de ver y el cuerpo se desmorona como hielo derretido. Se desmayó otra vez.
Acomoda las sábanas y las almohadas, satisfecho por esto, se sienta a la mesa a escribir una breve carta. Le llevó un tiempo describirle quien era realmente, no pensó que su profesión le traería hasta aquí. Cuando terminó juntó algunas cosas en un bolso, dejó la carta en la mesa y bajó al vestíbulo. Le dejó indicaciones al conserje y salió al calor nocturno de Buenos Aires. Comprobó una vez más que la pistola estuviera en su lugar, el silenciador en el bolsillo y un pequeño cuchillo en la cintura.
Tenía un trabajo que hacer.
Sería el último.



viernes, 22 de marzo de 2013

19º CAPITULO



Se dio vuelta pero ya era tarde, el frío acero rasgaba su carne buscando hacer el mayor daño posible. Su olfato lo puso a la defensiva, pero esa mujer era el mismo Lucifer disfrazada de Súcubo y sus encantos eran tan fuertes como su locura e inteligencia.
En ese instante creyó que se orinaba encima, pero se dio cuenta que era su sangre la que inundaba el piso. Se miraron a los ojos, el hombre no se quejaba de dolor, estaba en el punto que el dolor abandona la mente  y el cuerpo para dar la paz que antecede a la muerte, es un momento, un suspiro, pero la mente tiene la capacidad para darse cuenta de lo inevitable y entregarse, no doblegarse. Aceptando la muerte.
Ese minuto ella sostuvo al hombre que se hubiera derrumbado sin el apoyo. Sabía que el cuchillo hacía bien su trabajo, medía veintiún centímetros y era usado para las autopsias.
Con el último aliento amago sacar su pistola de la sobaquera, pero esta intención se disolvió como la lluvia de verano.
Mientras caía al suelo, la mujer comenzó a limpiarse la sangre de las manos con una toalla embebida en solventes, ninguna huella ni adn quedaría de ella.
El asesino llegó a la plaza en donde se encontraban para urdir los últimos detalles del plan. Divisó una figura sentada en el piso, apoyada levemente en un árbol. Pero lo que le llamó la atención era la postura de la persona, una inclinación hacia un costado. Conteniendo la respiración rengueo subiendo la loma que llevaba hasta le lugar.
El charco de sangre que goteaba en el césped era enorme, el sabía de esto. Se acercó lentamente y una mueca de fastidio se presentó en sus labios. Hurgó entre las ropas del cadáver y saco un sobre tinto en sangre, dentro estaba la información que necesitaba. Miró alrededor, el ocaso ensombrecía la plaza, las luces aún no se encendían. Era ese momento que no es de día ni de noche. Amparado en las sombras se retiró por donde vino.
Ya más tranquilo en la calle tiró el sobre rojo de sangre en un container de basura y caminó hasta la esquina en donde un bar ofrecía sus servicios con mesas en la vereda. Se sentó de espaldas a la pared y leyó la hoja que tenía en sus manos. Una sonrisa se pintó en su cara.
Ya tenía todo lo que quería, no necesitaba más. Sacó el celular e hizo una llamada a un abogado conocido, era el que le llevaba sus papeles, organizó una cita.
Mientras fumaba un cigarrillo se tomó un café. El mozo se acerca para dejarle el ticket de pago.
—Esas cosas matan —le dice señalando el pucho. Mientras toma un cenicero vacío de la mesa de al lado para dejárselo.
—Es verdad —contesta.
Pero el mozo ya estaba atendiendo a otros clientes.
La risa desconcertó a los que estaban cerca de él. Se reía solo, pero no era eso lo que llamaba la atención. Buenos Aires esta lleno de locos.
Era la risa.

martes, 8 de enero de 2013

18º CAPITULO



La sombra que seguía a todas partes a su amigo muerto se llamaba Miguel y era igual a él. Era la sombra que nadie ve, que nadie escucha, la sombra que solo se presiente cuando ya es tarde.
Quedaron en encontrarse en una plaza, estos puntos de encuentro eran lo mejor que podían tener. Al aire libre y podían ver la gente que circulaba.
El hombre era frío, pero sus ojos demostraban el deseo de venganza. Pero la venganza es un plato que se come frío dicen. Así que estudiaban el papel que tomaría en la historia. Estaba todo preparado, solo faltaba que la actriz principal llegara a la cita que ellos mismos iban a imponer.
A pesar de ser una asesina despiadada y muy cuidadosa, los dos sabían muy bien quien sería la carnada para sacarla de su escondite. Aunque sabían que jugaban con la vida de Carolina, no tenían otra forma para hacerla caer en la trampa.
Carolina era ajena a todo esto, ella paseaba feliz de la vida. Se entretenía sacando fotos y pensando en el encuentro con el hombre que le había devuelto las ganas de amar. Caminaba y sonreía, en su cuerpo aún quedaban las huellas de la noche anterior. Hasta ahora no había sentido tanto placer, habían pasado hombres por su vida, pero no como él.
Aunque seguía siendo un misterio, ella esperaba que el tiempo ablandara ese corazón para dar paso a la ternura y protección que necesitaba. Todavía no sabía que hacía el en Buenos Aires, pero en realidad no le importaba mucho, con el tiempo todo encajaría perfectamente.
El microcentro de Buenos Aires no es un microcentro, es todo un mundo. Miles de negocios uno al lado del otro, donde se disputan la mercadería junto con los precios. Los vendedores ambulantes o los manteros llenaban los espacios vacíos en la calle y para terminar de adornar el paisaje de cemento estaban los que ofrecían descuentos para comer en las parrillas y los bailarines de tango.
Aquí estaba Carolina embelezada con su cámara fotográfica, cada postura era fotografiada con el mismo esmero que si estuviera enfrente a una pintura en el Louvre. El calor y el sudor que corría por su cuello no le molestaban, aunque el calor del suelo quemaba sus piernas blancas y perfectas ella no lo sentía.
El poder que sentía a través del lente de la cámara le enfriaba el cuerpo llevándola a un estado casi de trance.
Solo se distrajo un momento cuando una mujer le pidió fuego para un cigarrillo, revolviendo en su bolso encontró un encendedor mientras la mujer se agachaba para a cercarse a la llama. Dio una pitada larga y mirándola a los ojos le da las gracias.
La mirada de esa mujer incomodó un poco a la muchacha, luego que se fue trató de  hacer memoria por si ya la había visto paseando por microcentro. La cara le resultaba familiar. La vió perderse entre la multitud y aún la seguía mirando cuando la extraña se da vuelta, sus ojos se encontraron. La sonrisa que le ofreció le causó escalosfríos. El momento pasó y ya no la vio más.
Entró a un café a tomar algo fresco y mientras esperaba un jugo natural que pidió, recorrió las fotos que se guardaron en la memoria de la maquina. Las miró una por una, cientos de fotos sacadas, hasta que llegó a las de la Recoleta. Un pequeño temblor llegó a sus manos cuando encontró en una foto de un mausoleo que tenía dos preciosas esculturas de mujer. En el fondo se veía a la mujer que le pidió fuego mirándola fijamente. Hizo zoom a la imagen para verla más de cerca, la sonrisa que se veía era tétrica, la sonrisa que tiene una persona que tiene algo en mente para hacer y que no es bueno.
Siguió recorriendo las fotos, la cámara de fotos cayó de sus manos a la mesa. En la foto se veía la puerta vidriada de una tumba antigua, en ella se reflejaba la cara de la mujer, el odio de esos ojos le atravesaron el alma.