domingo, 23 de diciembre de 2012

17º CAPITULO



 La mujer se dio vuelta sorprendida y un poco asustada cuando alguien agarró su hombro desde atrás. La sorpresa momentánea se transformó en un suspiro y en  una sonrisa radiante. Se tapa la boca para no reírse a carcajadas por la situación, estuvo a punto de gritar por el miedo, pero solo era él.
El asesino sonreía placidamente con el susto que le dio a esa niña mujer.
—Me diste el susto de mi vida —le dice entrecortada por la risa y por la falta de aliento.
— ¿Esperabas que fuera un muerto viviente? —replica serio.
—Es que estaba tan abstraída por las estatuas que me olvidé del mundo.
—Si, pero el mundo no se olvida de vos —dice mirando disimuladamente a los costados.
—Esta bien, ¿me trajiste agua? No doy más de sed, hace horas estoy bajo el sol.
—Por supuesto, siempre pienso en vos.
La mujer no pudo ocultar el rubor, sus ojos se llenaron de lágrimas, pero le dio la espalda para no mostrar su debilidad.
Luego de tomar el agua, se enjugó la transpiración y mirándolo fue acercandose hasta que podía sentir su aliento en el rostro. Tomó su cabeza y le dio un beso largo, tierno, eterno.
El tiempo se detuvo, el sol ardía menos en sus cabezas, unas nubes pasaron silenciosamente para ofrecerlas un beso fresco a su sombra. La gente pasaba y los miraban un instante, como si fueran una escultura más del cementerio.
El beso terminó y el hechizo se disipó. En sus mentes solo había un arcoiris y en sus corazones solo regocijo.
Mientras ella le miraba el solo pensaba en una cosa, lo que había encontrado y lo que había perdido. Porque solo había una salida en esta historia y él ya la había escrito antes que pasara. Era actor y director de la obra que se iba a desarrollar más adelante.
La risa le sacó del sopor de amor, ella reía de felicidad contenida.
Se tomaron de la mano y se fueron caminando por los pasillos angostos e interminables del cementerio de la Recoleta, él no reía, solo pensaba en la sombra que se escondía en cada esquina de los monumentos y que les seguía de cerca.
La decisión estaba tomada, pero para eso, debía hacer algunas cosas antes.
Los ojos de la mujer miraban atentamente a la pareja, la renguera del hombre se veía de lejos y la felicidad de su compañera era más evidente aún. La furia que salía por sus poros le hacían sudar más que el calor de Buenos Aires, pero todavía no haría su movida, sospechaba que sus pasos eran conocidos, sabía que estaba jugando con fuego al acercarse tanto y que él siempre estaría pendiente de lo que pasara a su alrededor, nada se le escapaba.
Encendió un cigarrillo, los miró una vez más y dio la vuelta para perderse entre la gente.

jueves, 6 de diciembre de 2012

16º CAPITULO



Sacó de su bolso un agua mineral, el calor se hacía sentir.  Una hora llevaba en el cementerio, pero le parecían diez minutos recién. Las esculturas, monumentos y tumbas eran tan fascinantes que perdía la noción del tiempo. Poca gente se veía, quizá era la hora del día, a las tres de la tarde caía el sol a plena sobre las cabezas, las personas preferían quedarse en la sombra fresca de la plaza frente al cementerio, la Recoleta era un lugar precioso, a pesar de tener la imagen de tumbas y muertos por doquier, el barrio era tranquilo. Un par de restaurantes cerca, bares y cafetines adornan el panorama.
Buenos Aires le gustaba, tenía ese “no se que”, que le atraía, la arquitectura era antigua y variada, como toda fotógrafa amateur se maravillaba por todas las pequeñeces que el avezado fotógrafo reconocido pasaría por alto, pero ella no, sabía apreciar la belleza en donde los demás no buscarían, en esas pequeñeces precisamente.
Carolina era una mujer fascinante, a veces podía ser todo un hembrón y otras una niña de doce años con sus actitudes, eso atraía a los hombres, pero otros esquivaban esas niñerías, querían una mujer hecha y derecha, no una nena con ataques de ira. Su dulzura contrastaba con su humor cambiante, eran dos mujeres en una, como dice Cacho Castaña en su canción La Gata Varela… te da la sensación cuando camina, que en ves de una mujer llegan dos minas. Era inteligente, le gustaba hablar con ella, era muy ocurrente, pero también era hostil.
En realidad es una gata herida, pero esa sensación se disolvía con sus caricias y sus labios, el asesino sabía muy bien eso.
El hombre llegó a la conclusión que era mejor traerla a Buenos Aires, sabía que la asesina le buscaría en Rosario, y pondría en riesgo a su hija Camila. A las dos no las podría proteger, así que Carolina sería la carnada para hacerla salir, para sacarla de las sombras y que caiga en la trampa.
Y ella en toda su ingenuidad no se imaginaba que era la carnada entre dos asesinos, a él en otro momento no le hubiera importado el desenlace, pero ahora sí, la amaba y maldita sea si estaba descontento con eso, se sentía tan vulnerable como si estuviera desnudo en plena avenida Cabildo. Quería matar a esa mujer que le acechaba, el deseo le carcomía, la quería estrangular con sus propias manos, nada de balas ni cuchillos, quería sentir como la vida se escurría entre sus dedos, sentir los últimos latidos en las palmas de las  manos. Y necesitaba a Carolina para eso, con ella cerca, la asesina también rondaría cerca. Para protegerla debía ponerla en peligro, gran paradoja. 
Y ella seguía su recorrido, se paró ante un ángel que tenía un ramo de flores en las manos y que miraba tristemente el suelo, parecía que tenía tanto dolor que no se atrevía a mirar la tumba y por eso desviaba la mirada, se acercó para sacar una buena foto. En ese instantes mientras preparaba la Nikon una sombra cae sobre ella.

 

lunes, 3 de diciembre de 2012

15º CAPITULO



Carolina miraba por decimoquinta vez el celular, presentía que no iba a recibir ni un mensaje de él, pero sabía muy bien que la amaba, aunque por fuera sea frío y distante, por dentro era otra cosa.
Decidió mandarle un mensaje, en su cara se leía la preocupación mezclada con amor y ansiedad, sus dedos temblaban al apretar los botones. Suspiraba de amor, pero tenía conciencia que amores así no duran en el tiempo, pero prefería amarlo así que no amarlo.
Cada movimiento que hacía era seguido atentamente por una mujer, sus ojos no podían disimular el odio que sentía por ella, la veía tan hermosa, tan perfecta, tan joven y nerviosa, sabiendo que le escribía a él, porque ella también sentía lo mismo al hablarle, mirarlo o solamente pensándolo, era increíble que dos mujeres sintieran lo mismo por ese hombre que no le daba amor a nadie.
Sus celos eran mortales, se regocijaba anticipadamente, tocó una vez más su bolso constatando una vez más que estaba todo lo necesario.
La muchacha sonreía, su corazón se salía del pecho, como estaba en un transporte publico guardó compostura y se puso seria, aunque le duró poco, su cara irradiaba, él contestó su mensaje, eran solo dos palabras, pero estas eran más fuerte que el tiempo.
La mujer estuvo a punto de saltarle al cuello y estrangularla, estaba tan cerca de ella que podía ver los latidos en su cuello, como iban acelerándose mientras escribía y cuando todo su cuerpo tembló cuando leyó el último mensaje recibido, al ver esa reacción de Carolina solo pudo imaginar en su mente retorcida visiones de sangre y dolor, gritos y carne desgarrada. Todo lo que tenía en mente se multiplicó por la furia contenida, se imaginó tocar esa piel acariciada y despellejarla para que sienta lo que ella sintió esa noche enfrente de su ventana. Esa impotencia absoluta de brazos a los costados y puños blanquecinos por el odio.
Trató de serenarse igual que hacía ella, las dos mujeres luchaban contra sus sentimientos, una por no mostrar el amor en su rostro y la otra por no mostrar el odio. Poco a poco fue cediendo la ira, hasta dejar una suave calma, la cual le llevaría al mejor de los crímenes, el del amor.
La muchacha se bajó del colectivo cantando, la mujer que le seguía bajó detrás, las dos caminaron hacia el mismo lugar. Carolina y el asesino habían quedado en encontrarse en Buenos Aires, Camila quedó con su padre y ella libre, el viaje desde rosario fue corto, unas cuatro horas de pura adrenalina para su mente. Luego de hospedarse en el hotel, tomó un colectivo que la dejó cerca de su destino. Cantaba, el día era hermoso, soleado pero no caluroso, sacó su cámara Nikon reflex y entró al cementerio de la Recoleta. Tenía varias horas hasta que él se desocupara de sus asuntos, así que aprovecharía a sacar impresionantes fotos de esos monumentos maravillosos.
Mientras se encaminaba a la tumba de "la Dama y el perro", una mujer que le seguía a pocos pasos, sonreía macabramente.

jueves, 22 de noviembre de 2012

14° CAPITULO



Su cara se trasformó en una máscara de odio, sus ojos verdes destilaban furia. El hombre frente a él tuvo miedo, instintivamente toco la culata de su pistola que estaba en la sobaquera. Esta acción no pasó desapercibida por el asesino. Le miró unos segundos interminables en los cuales ninguno de los dos parecía respirar. Un grito nació de su garganta, era un sonido gutural que le hizo temblar todo su cuerpo. Sus manos se crisparon y se transformaron en puños cerrados con tal fuerza que los nudillos se pusieron blancos.
Lo que sufría por dentro no podría explicarlo con palabras, solo basta decir que toda insinuación de humanidad murió en ese momento.
La transpiración corría por su rostro endurecido por la noticia de la muerte de su amigo. La asesina le había seguido y solo para demostrarle su poder absoluto había cometido el crimen, para mostrarle el alcance de su mano.
-¿Su mujer…? Preguntó sin emoción, quizá esperando lo peor.
-Ellas están bien, las llevé a un lugar seguro –contestó el hombre, asombrado con la celeridad que el semblante del lisiado pasó de la furia a la frialdad sin emoción.
-Los dos sabemos lo que hay que hacer –agrega tocándose la sobaquera.
El asesino le mira una vez más, sus ojos parecían mirar más allá. Saca un anotador en donde escribe el número de su celular.
-Seguro que dejó algo para mí, buscá en su escritorio. Mañana me avisás, necesito pensar –le dice y se va rumbo al hotel, en donde podía estar solo con su mente.
La noche la pasó en vela, su cerebro agotado se durmió ya entrada la mañana. Al despertar al mediodía se acordó que debía llamar a la clínica.
Luego de acodar una cita con el médico, baja al restaurante del hotel para comer algo, en la soledad de su mesa, la comida se enfriaba en el plato, no podía comer ni pensar, estaba en blanco. Luego de pagar toma un taxi hasta el Instituto Fleming, al cual iba seguido para control y cirugías de su enfermedad. Por suerte esperó poco tiempo a que lo haga pasar al consultorio.
La cara del médico parecía la del apostador del póker, no se podría adivinar que pensaba.
-Los resultados no son buenos –le dijo sin emoción.
El médico se tomó su tiempo para que el paciente tomara conciencia de las palabras que iba a decir, no era la primera vez que lo hacía, pero con el paso del tiempo había aprendido a separar los sentimientos que tenía con sus pacientes para poder atenderlos objetivamente.
-Los tumores se extendieron, pasaron de los nervios a las partes blandas.
-¿Es operable? –le preguntó de la misma forma que el médico. El también había aprendido a separar los sentimientos.
-En este caso no, lo siento mucho –dijo suspirando por la bronca que casi no podía esconder. Era otro paciente que perdía.
-¿Cuánto me queda? –preguntó valientemente.
-Si continuamos con la quimioterapia y empezamos con la radiación…unos seis meses.
El hombre se levanta y extiende su mano al médico.
-Gracias doctor, adiós.
El médico admiró a ese hombre, miró su espalda ancha cuando traspasó la puerta de su consultorio y se imaginó el peso que cargaría con tal noticia. La forma en que lo tomó no era común, la mayoría rompía en lágrimas. A veces lo insultaban y pedían más estudios y segundas opiniones. Pero lo inevitable es inevitable.
Se sentó en su cómoda silla y por el intercomunicador le avisa a su secretaria que suspenda los turnos por ese día. Necesitaba un trago, de un cajón de su escritorio saca un vaso y una botella y después de tomar el segundo trago se tranquiliza.
-Cáncer de mierda –dice tirando el vaso contra la pared.
La niebla que había en su mente se disipó, la claridad volvió a él. Rengueando con su bastón sale de la clínica y se cruza al kiosco de enfrente, compra un helado y se va degustando el sabor de la crema helada mientras esquiva a la gente.
Este era el capítulo final de su vida, la etapa final. Pero como siempre, estaría preparado. Antes de terminar su helado ya sabía que haría y como, solo restaba saber que haría ella.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

13° Capitulo



Carolina no sabía cómo manejar la situación, lo que había vivido era tan fuerte que no podía sacarlo de la mente. Ese hombre lisiado que parecía tan duro, en realidad había sido tan dulce con ella que quedó desconcertada. Lo que sentía por él era limpio y puro, pero sabía por experiencia que esas historias nunca terminaban bien. Mientras esperaba que su hija saliera de la pileta su cabeza volaba hasta esa noche mágica. Tenía aún en la piel la sensación de sus manos recorriéndola y acariciando cada rincón de su cuerpo. Un escalosfrío para los sentidos fue para ella.
Cuando se fue, ella se quedó envuelta en las sábanas rogando que no desapareciera de su vida, como ocurrió tantas veces con otros hombres. Pero era distinto, presentía que era especial ese hombre, pero que escondía algo, en un momento ella le miró a los ojos y vio como ese hombre se despojaba de sí mismo para dar paso al verdadero hombre que había detrás de ese ser duro y distante.
Vio su alma.
El sonido del celular la despertó del ensueño. Temblando comenzó a buscar el aparato en su bolso y rogando que no corte antes de tomarlo.
— ¿Hola? —dijo entrecortadamente por la ansiedad.
— ¡Hola! —respondió el hombre amigablemente.
—Ufff, pensé que no llamarías nunca.
—Jaja, ¿Cómo no te iba a llamar?, te dije que en cuanto me desocupara de unos asuntos pendientes me contactaba con vos.
—Es que tenía miedo que desaparecieras —dice casi sollozando la mujer.
—No te preocupes, en un par de días vuelvo y hablamos.
—Camila pregunta por vos —le largó como una bala, a las cuales el hombre estaba acostumbrado a disparar, pero no a esquivar.
—Yo también la extraño dijo riendo.
—Parece que las dos te extrañamos —le espetó sin ningún tipo de freno a la ansiedad en su voz.
El hombre esperó unos segundos antes de contestar, solo se escuchaba la respiración agitada de la mujer del otro lado del celular.
— ¿Hablamos cuando vuelva? —se lo preguntó casi con timidez.
—Está bien, en la cena será, cuando vuelvas. Me compré un vestido pensando en vos
—Yo te compre uno aquí —y la risa de los dos apagó la ansiedad.
—Nos vemos en un par de días, te aviso apenas llegue allá.
El hombre cortó la comunicación, aunque dejó unos segundos el celular sobre su oreja, como queriendo escuchar aún la voz.
Ella guardó su celular, una lágrima cayó sobre su bolso y mientras buscaba un pañuelo para que su hija no viera las lágrimas.
—Te amo —dijo suavemente, pensando en él.

jueves, 8 de noviembre de 2012

12° CAPITULO



La habitación estaba tan fresca que no daban ganas de salir, pero su pierna le pedía a gritos un poco de ejercicio. Cuando sale del hotel pudo sentir en todo el cuerpo el golpe de calor abismal, parecía que el infierno había cambiado de domicilio y ahora estaba en Buenos Aires. Atardecía pero el fresco nocturno se hacía desear. Encaminó hacia la plaza Almagro que le quedaba cerca. Mucha gente se congregaba por distintos motivos, algunos paseaban a sus perros, otros corrían, los padres con los niños en los juegos y nunca faltaban los vendedores de ilusiones que vociferando ofrecían desde molinetes para los más chicos hasta helados y garrapiñadas para todo el mundo.
Dio un par de vueltas a la plaza y luego se sentó en un banco a descansar y pensar. Estaba esperando el llamado de su amigo para que le dé el expediente, sus expectativas eran muy altas, tenía un atisbo de sospecha de quién era y el porqué del modus operandi del asesino.
Tanto tiempo estuvo en ese estado de pensamiento profundo que no se dio cuenta que hacía tiempo había cerrado la noche. Poca gente quedaba en la plaza.
Cruzó enfrente en donde había una fiambrería artesanal muy buena y barata, compró baguette y unos salamines para acompañar con una cerveza. Caminando por el empedrado muy despacio, teniendo cuidado en donde apoyaba el bastón. Las calles de Baires eran muy peligrosas.
Estando ensimismado con los pozos y los pocos autos que transitaban el barrio tuvo una epifanía. Alguien lo seguía, no era una sospecha, era real. Los pelos de la nuca se le erizaron, era una sensación nueva para él, sentía miedo. Se frenó en seco en una esquina y comenzó a sudar frío en la frente, no sabía qué hacer. Si le seguían, era porque sabían donde vivía, jamás sería algo casual y no era un ladrón circunstancial. El que venía detrás de él, era alguien que estaba acostumbrado a seguir.
Tanteó el bolsillo del pantalón sabiendo que la pistola que buscaba la había dejado en el hotel. No había forma de escapar.
Cambió el rumbo y subió un par de cuadras como para despistar que iba al hotel, quizá tendría un cómplice que estuviera esperando que llegara. A media cuadra de donde estaba había un volquete lleno de bolsas de basura, a pesar de estar tan lejos el aire le llevaba el aroma inconfundible a podrido, en su mente soltó una maldición hacia el jefe de la ciudad que no le pagaba los sueldos a los basureros.
Al llegar a la montaña de basura pude ver que de una bolsa rota y desparramada en el piso asomaba una botella de vino rota, al pasar aprovecho el escudo que le hacía el volquete se agacha y toma un pedazo de vidrio. Sigue caminando como si nada, cruza por la mitad de la cuadra y cuando la obscuridad de los árboles y la falta de electricidad de esa cuadra le dan cobijo se frena de golpe y mira hacia atrás.
Un hombre de mediana edad caminaba a veinte metros de distancia mirando en dirección en donde él estaba. Pudo ver como su cabeza se ladeaba a un lado y al otro buscándolo, se paró y retrocedió hasta la pared de un edificio en estado de alerta.
Recién ahí pudo observar atentamente  a su perseguidor. Amparado en la obscuridad se sentía seguro, pero si el hombre decidía avanzar le vería.
Los dos estaban en una encrucijada, podrían estar horas así esperando quien daba el primer paso de salir o enfrentar. Como el dicho dice “el que pega primero pega dos veces”, decidió ser él quien avanzara.
Salió a la luz de la calle y avanzó directamente hacia el hombre. Envolvió en su mano la bolsa con las compras como para usarla de escudo, como antiguamente hacían los gauchos con el poncho cuando debía usar el facón en alguna trifulca.
El otro reaccionó enseguida y con el brazo apuntando hacia el suelo salió a su encuentro.
Se dio cuenta que de ese brazo pendía un arma corta, por eso lo llevaba casi inmóvil.
Estando a dos metros pudo reconocer al hombre que mientras comían una pizza con su amigo unos días atrás le observaba sin disimulo.
El hombre no movió ni un milímetro su arma, solo apuntaba al suelo, demostrándole que no le mataría, pero que si quería lo podría hacer. Esto lo sabía, porque él mismo había tenido esa actitud cientos de veces.
—Tenemos que hablar —le dice, mientras guarda el arma en la sobaquera.
El lisiado mira su bolsa con el pan y los salamines, suspirando por la pérdida arroja la bolsa en el contenedor de mugre y se va con el desconocido, rengueando y secándose el sudor de la frente. Una farmacia cercana marcaba treinta y siete grados de temperatura en un cartel.
—Maldita Buenos Aires —dijo en voz alta.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

11° CAPITULO



—Te llamo para recordarte que no me contestaste algo que te pregunté.
—A ver, decime que es –le contestan del otro lado del teléfono.
— ¿A cuántos liquidó la supuesta asesina? –pregunta entrecortadamente, casí sabiendo la respuesta.
Se escucha un bufido de frustración de parte del policía.
—Oficialmente cinco.
El silencio entre los dos se extendió unos segundos.
— ¿Extraoficialmente?  —le pregunta suavemente, casi sabiendo el número que va a escuchar.
—Unos veinte –contesta y el comisario corta la llamada con otro bufido de bronca.
Recordarle que habían quedado tantos asesinatos sin resolver, enfurecía al hombre. Se puso en la boca dos tabletas masticables para la acidez, su úlcera había reaparecido en cuanto su amigo le llamó para avisarle que estaba en Buenos Aires. Las masticó disfrutando el alivio que le daban a su pobre estómago.
Miró por la ventana de su oficina, veía la gente caminar con fastidio por el calor, esquivándose para no chocar en ese mar de gente que eran las calles. Tomó su celular y llamó.
— ¿Qué querés que haga?
—Dale lo que pide, pero vos sabés como va a terminar todo —Contesta la voz del otro lado.
— ¿Es necesario? Los dos sabemos con quién nos arriesgamos –le dice con miedo.
—No te preocupes, podré manejarlo.
— ¿Cómo la última vez que se te escapó? –contesta entrecortado por la risa nerviosa.
—Si se entera de esto,  soy hombre muerto, no me lo perdonará ni siquiera como amigo que soy de él.
—Cagón de mierda, ¿te olvidás con quién estás hablando?
—No me olvido, ese es el problema.
—Mirá Luis, a pesar de todo sigo siendo tu hermana.
—Y te protegí todo este tiempo, ¿o te olvidás que tapé todo lo que hiciste acá? –dice el comisario furioso.
—Por eso me fui a Rosario, te dejé en paz.
—Sos una mierda pero seguís siendo mi hermana, pero esto es cosa tuya. Y si llegás a hacer algo acá te mato yo mismo.
—No me amenaces porque sabés lo que soy capaz de hacer. Ahh, otra cosa –dice como al pasar— las nenas están grandes, las vi jugando en la plaza hoy, tu mujer sigue tan linda como la última vez que la vi –le dice riendo.
El silencio del teléfono al cortar la comunicación la mujer, fue apabullado por el ruido de sus latidos que ensordecían sus oídos.
Se quedó mirando el celular, no sabía qué hacer. Se sentó en el sillón y mirando la placa en su mesa que decía comisario inspector comenzó a temblar. Se fumó cuatro cigarrillos, uno detrás del otro. Abrió un cajón del escritorio y sacó la cuarenta y cinco que tenía desde que se recibió de policía, nunca la había usado, pero ahora la usaría para matar a su hermana, la decisión estaba tomada, era ella o su familia.
Tomó su saco y dejó un archivo en mesa de entradas para que lo envíen por correo, bajó por las escaleras del edificio y se encaminó hasta el auto que estaba estacionado en el garaje subterráneo. Tuvo un escalosfrío, presintió que lo observaban. Apuró el paso, las llaves estaban en su mano izquierda, porque en la derecha tenía la pistola. Miró a su alrededor y comprobando que nadie se podría acercar a él por detrás, abrió la puerta del coche y subió. Un suspiro de alivio se escapó de su garganta. Puso la llave en el contacto y cuando estaba por dar arranque, una sombra aparece en el asiento de atrás.
—Hola hermano, tanto tiempo –dice la mujer.
Una mano veloz con una gasa tapa la boca del hombre que en vano intenta tomar la pistola de la funda, ese segundo de claridad mental le dice que fue un estúpido al guardarla al entrar al auto, luego vino la obscuridad.
El auto polarizado del policía le dio la privacidad necesaria para realizar el trabajo, le llevó una media hora, más de lo que había imaginado al hablar por teléfono con él. Antes de bajar del auto, se quitó el mameluco de trabajo, la gorra que usan los médicos en la cabeza cuando operan, los guantes descartables y las botitas de cirugía que se puso sobre los zapatos. Sacó un rociador y esparció todo el líquido que tenía sobre las superficies que había tocado, con esto destruiría toda prueba por ADN que pudieran buscar. Aunque hallaran un pelo, este no serviría como muestra o prueba científica.
Ella sabía muy bien todo esto, como médica forense que había sido lo tenía bien claro.