jueves, 28 de agosto de 2014

EPILOGO

Mientras esperaba en el pasillo acariciaba su abultado vientre. Las mujeres iban y venían con sus parejas, todas sonrientes. A pesar de estar sola, ella también sonreía. −Carolina Durante, se escucha por el altoparlante de la clínica de maternidad. Hacía un tiempo que usaba el apellido de él también. La muchacha se levanta con dificultad y es acompañada por una enfermera hasta el consultorio del obstetra. Había tomado la costumbre de hablarle a su panza. Hasta ese momento no sabía el sexo, digamos que en las ecografías por la posición no era posible ver, así que seguía intentando.
Un rato después salió de la clínica, contenta a paso firme. Caminó hasta la plaza más cercana. Por el camino compró un alfajor y ya sentada en un banco de la plaza comenzó a degustar el dulce con una mano, en la otra una cámara de fotos, con la cual hacía equilibrio para tomar unas imágenes del lugar. Cuando se cansó de la fotografía empezó a hablarle a su panza mientras la acariciaba con las manos. No podía dejar de sonreír.
−Así que sos un varoncito ¿eh?, te vas a llamar Gabriel, como tu papá −le dice la futura mamá.
El sol de la tarde brillaba cálido, la luz le abrazaba, le daba cobijo.
Ella pensaba y planeaba todo lo que haría para ese hijo que crecía dentro suyo. El mejor colegio, las mejores cosas para que creciera bien, sin faltas ni necesidades. De eso se había ocupado el padre. Meses después de la confesión y la posterior partida de él. Una firma de abogados se había contactado con ella para informarle de la muerte de su cliente y que le había dejado a su nombre una casa y todo su dinero, que era considerable. También se convirtió en dueña de un libro de memorias, aún sin publicar con órdenes expresas de su edición luego de la muerte de su autor. Este libro se llamaba “Diario de un estudiante de criminología”.
Unas pataditas en su panza la sacaron del sopor de sueños y recuerdos. Calmó los ímpetus con un pedacito de alfajor, en realidad ella necesitaba el chocolate y por ende el bebé se calmaría con su sosiego.
Sacó unas fotos más y guardó todo en su bolso.
−Vamos Gaby −le dice a su vientre mientras le da unas palmaditas con amor. Tu abuela Marina nos está esperando en casa y Dago debe estar desesperado por unos mimos.
Comenzaba el ocaso, el sol se escondía tímidamente. Con la promesa de volver al otro día para abrazarlos de nuevo con su calor.
Como los amantes con su amor eterno.



martes, 26 de agosto de 2014

CAPITULO 23 (FINAL)

Pasaron varios días que fueron una tortura para él. La mujer iba y venía con sus cuidados. Y le dejaba hacer a gusto. La idea era que ella se sintiera a gusto cuidándolo y cuando se descuidara, actuaría.
Los días se tornaron en semanas y las semanas en meses. No tenía posibilidad de salir, estaba enclaustrado, casi parecía la película Misery. En donde el tipo postrado vivía a merced de la desquiciada.
El tiempo lo “mataban” hablando, ella le llenaba la cabeza con las ideas locas que tenía de vivir juntos en Rosario y que ella le curaría su enfermedad para vivir así, felices y juntitos.
El le daba la razón.
De a poco, progresivamente fue metiendo en la conversación, detalles. De los cuales ella tomaba como verdaderos. Aceptación de la situación. Ella era lo único que él necesitaba en la vida.
Y dejó que lo creyera.
Necesitaba alejarla de lo más valioso que jamás había tenido en la vida, Carolina.
El se jugaba la vida, la entregaba por ella. Algo que la muchacha jamás entendería. Aunque leyera estas líneas, no entendería nunca el porque de su partida.
No porque ella fuera tonta o algo parecido, era demasiado inteligente como para comprender los actos simples y homicidas de él. Pero mejor así.
Ella podría y continuaría su vida como si ese hombre no hubiera existido en su vida. Y él, daría la suya para que ella pueda creer esto.
Carolina había sido mucho más que una bocanada de aire fresco en su asquerosa vida, era el oasis que no había esperado. Era el amor puro que entre la sangre derramada no habría encontrado jamás.
Como si fuera la película misma, también buscaba un motivo para escapar, pero no solo eso haría. Su escape también sería la derrota de la loca.
Mientras su enfermedad lo postraba cada día más, pensaba y tanteaba el terreno para el combate final.
Una noche le propuso que sería bueno festejar con una cena romántica, el encuentro que había resultado luego de la persecución entre ambos. Ella por supuesto que le miró entrecerrando los ojos en total desconfianza. Pero la mirada de él era tan dulce que enseguida se rió como una nena esperando un regalo. Más tarde de noche le acomodó en la silla de ruedas y fue sirviendo la comida. Las dos copas de cristal vacía adornaban como único centro de mesa. Una botella de vino tinto sin abrir invitaba a saborearlo. Con una mirada le pide permiso para abrirla mientras ella servía la comida. Luego de la aprobación que recibió con un beso, llevó la botella a sus piernas para no hacer mucha fuerza para quitar el corcho.
Minutos después comían y ella daba charla sin parar. A todo esto el asesino solo la miraba con una sonrisa. Bebieron todo el vino, él llenaba los vasos continuamente mientras comían.
El dolor de estómago comenzó instantes después del último trago. La copa se deslizó de sus manos y se estrelló tintineante contra el piso. La mujer le miró incrédula antes de caer sobre la mesa desparramando platos y cubiertos. Una mano quiso llegar hasta la botella vacía. Pero la muerte llego antes.
Aunque mareado y respirando las últimas bocanadas de aire, se arrastro hasta la mujer y puso en su mano la bolsita con veneno que tenía escondido entre sus ropas que le había comprado a aquel hombre meses atrás.
Tenía que asegurarse que ella moriría llevándose toda su locura.
Le costaba respirar, la obscuridad ganó su mente. Y la vida escapó de su cuerpo.
Semanas después la policía alertada por los vecinos por los olores nauseabundos que salían de la casa, irrumpieron y encontraron la tétrica escena.
La última cena de dos amantes suicidas.
Así dijo el comisario a los medios.

Caso cerrado.

domingo, 29 de junio de 2014

CAPITULO 22 EL PLAN



El calor de Buenos Aires ya le estaba cansando, pero eso se terminaría pronto.
Cuando la dejó a Carolina durmiendo supo que esa era la despedida, no la que él hubiera querido, pero es lo que fue. En realidad ella entró en su mundo de muerte y sangre, del cual no quería que salga manchada. Sabía que la maldita perra la venía siguiendo a la chica también. La vio seguirla, pero no podía hacer algo en medio de la calle con tanta gente, el deseo de sacar la pistola y colocarle una buena bala en la nuca a la desquiciada era muy fuerte, pero no así. Tenía todo preparado, solo faltaba que mordiera el anzuelo. Y sabía, lo sentía en la carne, que el mejor asesino se iba a encontrar con su Némesis.
La historia de su vida es larga y con muchos vacíos en medio, encontrar a Carolina le había dado oxígeno a la crueldad en que vivía. Pero tenía los días contados, era mejor que se fuera y se llevara consigo a la mujer que en su obsesión había sido capaz de matar a su propio hermano.
Pero tampoco podía ponerla en peligro, en el cementerio y en la calle le había salvado quizá de una muerte segura, algo que ella lo presintió o ya se había dado cuenta.
La cara que iba cambiando de colores, mientras él le iba contando su vida, resumida claro, más la situación que estaba viviendo siendo acosado por una mujer fría y despiadada fue demasiado para la pobre chica. Que estaba esos días más ensimismada sacando fotos que viendo la vida a su alrededor, en realidad vivía a través de un lente.
No estaba ml eso, pero él vivía de otra forma, pendiente de mirar sobre el hombro, de esquivar las sombras que siempre querían descubrirlo, la competencia que intentaba sacarlo del juego. Era mucho para los dos. Era mejor terminarlo de una vez.
Ya hacía varias cuadras que había dejado atrás el hotel y sabía muy bien que le seguían, ya ni se molestaba en mirar el reflejo de las vidrieras, casi podía sentir su perfume.
Se detuvo en una esquina para prender un pucho mientras esperaba que cambie el semáforo. Con una mano en el bastón y la otra con el paquete de cigarrillos y el encendedor, siempre era una prueba de malabares encender un cigarrillo, sin contar que la masa de gente apurada le empujaba para pasar. Una mano gentil le ofrece fuego.
Acerca el cigarrillo a la llama, aspira el humo mientras la mujer sopla el fósforo con una sonrisa terriblemente sensual, con esos labios carnosos que invitan a probarlos. Pero son labios que traen la muerte.
—¿Qué pasa, ya no miras si te sigo? Le dice riendo sarcásticamente.
—Lo que pasa es que a tres cuadras puedo sentir el olor a mierda. Responde mirándola a los ojos.
—Uyyyy ¿estás enojado porque no me gusta tu putita? Jaja, ¿o será porque maté a tu amiguito, no?
La mujer tenía una mirada que nadie podría explicar, era una mezcla de Katherine Hepburn y la mirada de Heidi Klun.
—A mi no me importa que carajo te pasa en la cabeza, pero te lo digo así, estás muerta. He matado mucho, tanto que perdí la cuenta, pero vos serás la perra que más placer me dará sacarla de este mundo.
—Jajaja, sos todo un poeta, podrías escribir un libro de poesías, ya veo el título con letras grandes…”Rengo asesino a sueldo te hace rimas hasta morir” jaja, sos muy cómico.
—Mirá loca de mierda, no me importa la gente que hay acá, vos te vas al otro lado ahora. —mientras dice esto mete la mano en la cintura para tomar la pistola. Pero se ve interrumpido.
La mujer le señala un policía que parado unos metros al costado de ellos los miraba atentamente. No podía escuchar la conversación, pero era evidente que había una tensión creciente en ellos. El policía se acerca.
—Buenos tardes, ¿en qué puedo ayudarles? Dice cuadrándose y saludando con la venia.
El asesino estaba estupefacto, sacó tranquilamente la mano de la cintura y trago saliva, no quería matar un cana, solo liquidaba por encargo, gente que no merecía vivir. Pero si tenía que hacerlo arruinaría su plan. Entonces, simplemente esperó.
—Disculpe agente —dice la mujer sonriendo como tonta. Es que hace dos horas que buscamos el café El Tortoni y a mi marido ya le da vergüenza sacar el mapa gigante que trajo jaja, somos del interior y venimos de luna de miel —dice abrazándolo y dándole un sonoro beso en la boca. A lo que el hombre le responde con un abrazo de oso que le hizo crujir las costillas.
—Faltaba más señora, doblen en esta esquina y tienen que hacer unas ocho cuadras, ahí verán el cartel del bar, felicitaciones y que la pasen lindo en Buenos Aires, buenas tardes —les dice al mismo tiempo que les guiña un ojo en forma pícara.
Dicho esto el hombre volvió a su recorrido. Lo vieron caminar unos metros y la mujer siguió con la conversación.
—Este pelotudo debe pensar que la pasamos cogiendo en el hotel jajaja —se ríe tanto que se atraganta.
—Hija de puta tendría que meterte un tiro en la cabeza y pisotear tus sesos, pero no quiero manchar el empedrado con tu mugre.
—Mmm, con lo puntilloso que sos no te atreverías, no dejas nada al azar. Y yo tampoco salame. —le dice sonriendo sinceramente.
Está mujer está más loca que yo piensa él. Pero tengo que seguir el plan, no tendré tiempo si no.
Un ataque de dolor y tos lo dobló en dos, parecía que el pecho le estallaba.
La loca le da golpes en la espalda hasta que el tipo escupe una bola negra de sangre al piso.
—Veni, que yo te voy a remendar, esa putita no es capaz de cuidar un hombre como vos. —le dice esto mientras lo levanta del suelo con una fuerza que el nunca hubiera imaginado que tenía. Le pasa un brazo por la espalda y se van caminando por las calles de Buenos Aires.
El taxi los deja en un caserón por la zona de San Telmo, una casa vieja pero grande, con puertas altas al estilo colonial. La mujer saca un manojo de llaves que parecía se las había robado a San Pedro. Después de abrir la puerta lo mete casi a empujones, apenas podía caminar, no dejaba de toser y cada dos o tres tosidas, escupía sangre.
Lo deja en un sillón y se va al baño, una bañera al estilo español, esas que tienen patas de bronce adornaba el medio del cuarto. Abre las llaves y espera que se llene de agua caliente. Vuelve en busca del moribundo.
El tipo era una piltrafa, no paraba de toser. Casi arrastrándolo le mete al baño, le saca la ropa, la pistola y el cuchillo que tenía escondido. El hombre la mira a los ojos y ve en ella a una mujer sola, herida en el corazón y loca, muy loca.
Su plan marcha perfecto, le deja hacer lo que ella quiera, lo metió en la bañera y comenzó a lavarlo. Mientras le decía palabras dulces, cuanto lo amaba y que ella era lo único que el necesitaba para estar bien. Por supuesto que ya sabría que el cáncer lo estaba carcomiendo, ella tenía el poder de averiguar todo, era como él.
Ella le hablaba de la vida que tendrían juntos, que el aire en Rosario le curaría y que estaría a su lado para siempre y cada tanto agregaba algo entre dientes sobre “la putita esa”. Él la dejaba hablar, aunque por dentro estaba satisfecho, todo lo que sucedió estaba preparado. El policía era un amigo que le debía un favor, todo estaba preparado de ante mano, por más asesina que fuera, ella lo hacía por gusto, el se había entrenado durante décadas para ser lo que era. Nunca, dejaba nada al azar. Le había advertido al cana que en tal cuadra le esperara, le tendió una emboscada y ella cayó. Al amagar sacar el arma, el policía tenía que aparecer en escena.
¿La tos? una cápsula con un poco de vidrio molido, como para lastimar la garganta, pero no el estómago. La rompió con los dientes y la trago.
La desquiciada pensaba que estaba en sus redes, pero ese era un error, él estaba en donde quería estar, en sus manos.
Mientras pensaba todo esto entibiado por el agua. La mujer desarmaba su pistola.
—Ya no la necesitarás. Soy tu destino —dice riendo con una mueca y los ojos desorbitados por la locura.
—Si mi amor —responde él seriamente.

lunes, 31 de marzo de 2014

CAPITULO 21 CEMENTERIO



El asesino hizo una llamada. Una hora después recoge un paquetito dejado discretamente debajo de un banco en la plaza en donde estaba. Lo tomó y camino hasta otro banco, debajo de el pegó un sobre con dinero. Creía que sería su última compra así que le dejó un buen dinero por los servicios que siempre le prestó.
Un hombre miraba a lo lejos, no perdía de vista al asesino con bastón. Este se alejó, pero cada tanto disimuladamente miraba a ver si le seguían. Enseguida se dio cuenta que tenía una sombra.
Sigue como si nada, para en un kiosko y compra cigarrillos. Se toma su tiempo para abrir el paquete y saborear la primer pitada del pucho. El humo se pierde entre los árboles de Buenos Aires. Mira la calle adoquinada y suspira, el bastón se resbalaba mucho sobre las piedras negras. Siguió caminando hasta que paró un taxi y le pidió que lo lleve al cementerio de la recoleta.
El viaje duró unos quince minutos.  Al pagar casi ni rezongo por lo que medía el taxímetro, seguro era otro aparato “arreglado” por el tachero. Al bajarse volvió a sentir ese golpe de calor que era típico de la ciudad. En ninguna otra parte de la Argentina lo sentiría. Solo cuando estuvo un tiempo en Israel había sentido algo parecido. Esa última vez había ido a realizar un trabajo. Pero era algo personal.
Años atrás un joven asesino que había sido su discípulo había cruzado la barrera que no se rompía jamás. Cinco años después de lo sucedido, pudo tomar venganza. Más que venganza era cerrar un círculo. Para que los otros vean lo que pasaba si le perseguían. Ese asesino había matado a su amor.
Mientras lo torturaba, le recordaba quien era él. La foto de ella que le había sacado una vez en una cabaña.
Con un bisturí eléctrico escribió su nombre en la piel. Mientras cortaba la electricidad iba cauterizando la herida y después le arrancó la piel con una pinza. Terminado ese trabajo, le mostró su obra de arte, con una sonrisa. Lo que te queda de vida y lo que sufrirás en la otra, recordarás siempre este nombre le dijo.
El joven, no podía gritar, horas atrás le había arrancado la lengua. También le despellejó la planta de los pies. Así de grande era el odio que tenía por ese hombre. Cada tanto le inyectaba adrenalina, no quería ni que se desmayara. Así estuvo dos días completos con sus noches torturándolo. Cuando se canso y él mismo estaba bañado en sangre, tomó varios clavos y los fue clavando uno a uno metódicamente en la cabeza, sin que la punta de estos penetrara el cerebro. Una vez finalizado, agarro una madera redonda, la apoyo en la cabeza de los clavos y de un solo martillazo entraron todos juntos en la masa cerebral.
La convulsión duro unos segundos, que él supo fueron eternos para el asesino de su amada.
Era el único que faltaba, el único que había escapado.
Se despabiló de ese recuerdo sacudiendo la cabeza, compró un agua mineral y un paquete de galletitas en el kiosko de la esquina del cementerio.
Al entrar se encontró con una cantidad enrome de gatos, siempre están ahí. Son los guardianes de los muertos. La mayoría durmiendo al fresco de la sombra de las tumbas, el resto caminando por ahí sin rumbo seguro. Como si buscaran algo.
Ahora el mismo se sentía como el ratón que no sabe donde esconderse ante la presencia de un felino. Sabía que alguien le seguía muy de cerca, ya no le importaba el motivo, solo quedaba esperar su movimiento y ahí mismo, encontraría su sombra el amargo suspiro de un par de balas en el estómago.
Rengueo por el costado del cementerio, bordeando el muro. Conocía muy bien el lugar. Era un laberinto, especial para que alguien se pierda y esa sería la oportunidad que ahora estaría buscando.
Siguió caminando hasta que llego a una tumba masón, una sonrisa asomó en su cara.
De pronto el hombre no lo vio más, media hora lo estuvo siguiendo por el cementerio, tenía la certeza que no le había visto, pero con ese asesino sabía que había que tener cuidado. Muchos que lo buscaron nunca volvieron. Era casi un fantasma, no dejaba huellas de su paso, pero el dato que tenía era bueno, alguien le había visto en Buenos Aires.
Esperó en la esquina de un mausoleo, miró a los costados y no lo vio, apoyó la espalda contra la pared, pero ya era tarde. Escuchó el característico plop que hace una bala cuando el arma tiene un silenciador. Todo se puso blanco, no oyó el segundo disparo, pero siento como sus tripas se licuaban ante el paso del proyectil. Una tercera bala al corazón terminó el trabajo.
El asesino levantó el cuerpo antes que la sangre manchara de más el suelo, lo arrastro unos metros hasta una tumba de la cual él tenía llave. Lo empujó por la escalera que daba al subsuelo. Constató que estuviera muerto.
Guardó la pistola y los cargadores, la mochila y sus credenciales. Se guardó en el bolsillo el paquetito que se había llevado de la plaza.
Antes de salir escucha atentamente, ni un suspiro se oía. Cierra la puerta, pone otra vez la cadena con el candado, ese lugar no sería visitado por nadie jamás.
Se comió una galletita mientras el bastón bailaba en las baldosas rotas. Miró hacia atrás, un par de gatos lengüeteaban el charquito de sangre que había quedado.
No podía ser mejor pensó mientras comía una galletita e iba al encuentro final con la asesina.

martes, 12 de noviembre de 2013

20º CAPITULO



Carolina estaba desconcertada, hacía rato que él debería haber llegado. Con fastidio le envía un mensaje de texto. Esperando la respuesta guarda sus cosas en la mochila para ir al hotel.
Al no contestarle, el fastidio se transforma en preocupación. Su instinto le esta advirtiendo de algo. El instinto  de supervivencia le esta poniendo en alerta, que algo no anda bien.
Mientras caminaba en su mente iba recordando y rememorando situaciones, detalles, imágenes. Cada paso que daba se hundía más en su cerebro y el entorno dejo de existir, era ella sola y los indicios.
Indicios, la parte más importante de un investigador, ella no lo sabía, pero su mente si. Comenzó la sospecha, esa vocecita que suena en la cabeza y hace que prestemos atención a situaciones comunes, normales, que de eso no tiene nada. Cada interacción con alguna persona deja algo, una marca o huella en el inconsciente, su mente estaba poniendo orden a las ideas, a los pensamientos, para tener un resultado.
Unas cuadras antes de llegar al hotel, se paró en una esquina, el semáforo ya había cambiado a verde, pero ella ni se inmutó. Estaba pérdida, ensimismada en los recuerdos.
Y tuvo una epifanía.
De manera calmada, muy calmada, saca de su bolso la cámara digital, se pone en pose con una sonrisa y se saca una foto de frente, y de fondo la vereda por donde venía caminando.
Revisa la foto, su cara aunque sonriente, demuestra miedo, pero lo importante de la imagen no era ella, era ver detrás de ella.
A veinte metros, apoyada en la pared de una casa estaba esa mujer, la del cementerio.
Instantáneamente un escalofrío recorrió su cuerpo, los pelos de la nuca se erizaron por el pánico. Iba a gritar y empezar a correr. Y en ese momento una mano la toma del brazo.
Se desvaneció por el terror.
   ¿Tanta emoción de verme que te desmayas? —Le dice sonriendo sarcásticamente.
   ¡Qué salame sos che! Que susto me diste.
   Estuviste todo el día sacando fotos con este calor, era inevitable que te bajara la presión.
   No fue por el calor precisamente —contesta ella, mirando por la ventanilla del taxi.
   Agradece que justo pasaba este caballero que amablemente me ayudó a levantar tu humanidad, con el bastón mucho no puedo hacer.
El conductor la mira por el espejito retrovisor, le guiña un ojo y le regala una sonrisa de costado. Bien porteño el tachero.
   ¿Vamos al hotel? —pregunta algo somnolienta.
   Si mi amor, allá vamos —dice suspirando como si algo le pesara en el pecho.
Ella se quedó muda, ¿había oído bien? ¿Le dijo amor? Estos pensamientos le llevaron a una modorra que la dejó casi dormida. Le costaba pensar. Quería dormir, mucho.
Cuando llegaron al hotel ella ya dormía profundamente en sus brazos. El taxista amablemente le ayudó a bajarla y llevarla hasta la habitación, le acomodaron en la cama y se retiraron sin hacer ruido.
El taxista se llevó una buena propina.
La miraba dormir, su pelo desparramado en la almohada, si tuviera el pelo rubio parecería una Valkiria.
Le quedaba poco tiempo de vida. Pensaba si esa vida la pasaría con ella, regalándole sus últimos momentos o desaparecer y evitarle el trago amargo de la muerte en un ser amado.
Se preparó una bebida, sacó la Glock 17 y la puso arriba de la mesa, mientras Carolina dormía el desarmaba el arma, la limpiaba, engrasaba y volvía a armar.
El ruido del encastre del arma la despertó. Se incorporó en la cama y miró a su hombre, sentado en la silla, un brazo apoyado en la mesa y el otro brazo colgando a un costado y en la mano la pistola.
El color fue desapareciendo de su rostro, tragó saliva que parecía que no quería pasar por la garganta y le preguntó.
— ¿Vas a matarme? —dijo con voz temblorosa y sin poder dejar de mirar esa pistola.
El hombre se levanta, toma el bastón y renguea hasta la cama, apoya el arma sobre el acolchado y se sienta a un costado de ella.
—Es hora de hablar —le dice él casi en un susurro.
La habitación comienza a girar, el calor sube a la cara, la cabeza estalla en mil estrellas, los ojos dejan de ver y el cuerpo se desmorona como hielo derretido. Se desmayó otra vez.
Acomoda las sábanas y las almohadas, satisfecho por esto, se sienta a la mesa a escribir una breve carta. Le llevó un tiempo describirle quien era realmente, no pensó que su profesión le traería hasta aquí. Cuando terminó juntó algunas cosas en un bolso, dejó la carta en la mesa y bajó al vestíbulo. Le dejó indicaciones al conserje y salió al calor nocturno de Buenos Aires. Comprobó una vez más que la pistola estuviera en su lugar, el silenciador en el bolsillo y un pequeño cuchillo en la cintura.
Tenía un trabajo que hacer.
Sería el último.



viernes, 22 de marzo de 2013

19º CAPITULO



Se dio vuelta pero ya era tarde, el frío acero rasgaba su carne buscando hacer el mayor daño posible. Su olfato lo puso a la defensiva, pero esa mujer era el mismo Lucifer disfrazada de Súcubo y sus encantos eran tan fuertes como su locura e inteligencia.
En ese instante creyó que se orinaba encima, pero se dio cuenta que era su sangre la que inundaba el piso. Se miraron a los ojos, el hombre no se quejaba de dolor, estaba en el punto que el dolor abandona la mente  y el cuerpo para dar la paz que antecede a la muerte, es un momento, un suspiro, pero la mente tiene la capacidad para darse cuenta de lo inevitable y entregarse, no doblegarse. Aceptando la muerte.
Ese minuto ella sostuvo al hombre que se hubiera derrumbado sin el apoyo. Sabía que el cuchillo hacía bien su trabajo, medía veintiún centímetros y era usado para las autopsias.
Con el último aliento amago sacar su pistola de la sobaquera, pero esta intención se disolvió como la lluvia de verano.
Mientras caía al suelo, la mujer comenzó a limpiarse la sangre de las manos con una toalla embebida en solventes, ninguna huella ni adn quedaría de ella.
El asesino llegó a la plaza en donde se encontraban para urdir los últimos detalles del plan. Divisó una figura sentada en el piso, apoyada levemente en un árbol. Pero lo que le llamó la atención era la postura de la persona, una inclinación hacia un costado. Conteniendo la respiración rengueo subiendo la loma que llevaba hasta le lugar.
El charco de sangre que goteaba en el césped era enorme, el sabía de esto. Se acercó lentamente y una mueca de fastidio se presentó en sus labios. Hurgó entre las ropas del cadáver y saco un sobre tinto en sangre, dentro estaba la información que necesitaba. Miró alrededor, el ocaso ensombrecía la plaza, las luces aún no se encendían. Era ese momento que no es de día ni de noche. Amparado en las sombras se retiró por donde vino.
Ya más tranquilo en la calle tiró el sobre rojo de sangre en un container de basura y caminó hasta la esquina en donde un bar ofrecía sus servicios con mesas en la vereda. Se sentó de espaldas a la pared y leyó la hoja que tenía en sus manos. Una sonrisa se pintó en su cara.
Ya tenía todo lo que quería, no necesitaba más. Sacó el celular e hizo una llamada a un abogado conocido, era el que le llevaba sus papeles, organizó una cita.
Mientras fumaba un cigarrillo se tomó un café. El mozo se acerca para dejarle el ticket de pago.
—Esas cosas matan —le dice señalando el pucho. Mientras toma un cenicero vacío de la mesa de al lado para dejárselo.
—Es verdad —contesta.
Pero el mozo ya estaba atendiendo a otros clientes.
La risa desconcertó a los que estaban cerca de él. Se reía solo, pero no era eso lo que llamaba la atención. Buenos Aires esta lleno de locos.
Era la risa.

martes, 8 de enero de 2013

18º CAPITULO



La sombra que seguía a todas partes a su amigo muerto se llamaba Miguel y era igual a él. Era la sombra que nadie ve, que nadie escucha, la sombra que solo se presiente cuando ya es tarde.
Quedaron en encontrarse en una plaza, estos puntos de encuentro eran lo mejor que podían tener. Al aire libre y podían ver la gente que circulaba.
El hombre era frío, pero sus ojos demostraban el deseo de venganza. Pero la venganza es un plato que se come frío dicen. Así que estudiaban el papel que tomaría en la historia. Estaba todo preparado, solo faltaba que la actriz principal llegara a la cita que ellos mismos iban a imponer.
A pesar de ser una asesina despiadada y muy cuidadosa, los dos sabían muy bien quien sería la carnada para sacarla de su escondite. Aunque sabían que jugaban con la vida de Carolina, no tenían otra forma para hacerla caer en la trampa.
Carolina era ajena a todo esto, ella paseaba feliz de la vida. Se entretenía sacando fotos y pensando en el encuentro con el hombre que le había devuelto las ganas de amar. Caminaba y sonreía, en su cuerpo aún quedaban las huellas de la noche anterior. Hasta ahora no había sentido tanto placer, habían pasado hombres por su vida, pero no como él.
Aunque seguía siendo un misterio, ella esperaba que el tiempo ablandara ese corazón para dar paso a la ternura y protección que necesitaba. Todavía no sabía que hacía el en Buenos Aires, pero en realidad no le importaba mucho, con el tiempo todo encajaría perfectamente.
El microcentro de Buenos Aires no es un microcentro, es todo un mundo. Miles de negocios uno al lado del otro, donde se disputan la mercadería junto con los precios. Los vendedores ambulantes o los manteros llenaban los espacios vacíos en la calle y para terminar de adornar el paisaje de cemento estaban los que ofrecían descuentos para comer en las parrillas y los bailarines de tango.
Aquí estaba Carolina embelezada con su cámara fotográfica, cada postura era fotografiada con el mismo esmero que si estuviera enfrente a una pintura en el Louvre. El calor y el sudor que corría por su cuello no le molestaban, aunque el calor del suelo quemaba sus piernas blancas y perfectas ella no lo sentía.
El poder que sentía a través del lente de la cámara le enfriaba el cuerpo llevándola a un estado casi de trance.
Solo se distrajo un momento cuando una mujer le pidió fuego para un cigarrillo, revolviendo en su bolso encontró un encendedor mientras la mujer se agachaba para a cercarse a la llama. Dio una pitada larga y mirándola a los ojos le da las gracias.
La mirada de esa mujer incomodó un poco a la muchacha, luego que se fue trató de  hacer memoria por si ya la había visto paseando por microcentro. La cara le resultaba familiar. La vió perderse entre la multitud y aún la seguía mirando cuando la extraña se da vuelta, sus ojos se encontraron. La sonrisa que le ofreció le causó escalosfríos. El momento pasó y ya no la vio más.
Entró a un café a tomar algo fresco y mientras esperaba un jugo natural que pidió, recorrió las fotos que se guardaron en la memoria de la maquina. Las miró una por una, cientos de fotos sacadas, hasta que llegó a las de la Recoleta. Un pequeño temblor llegó a sus manos cuando encontró en una foto de un mausoleo que tenía dos preciosas esculturas de mujer. En el fondo se veía a la mujer que le pidió fuego mirándola fijamente. Hizo zoom a la imagen para verla más de cerca, la sonrisa que se veía era tétrica, la sonrisa que tiene una persona que tiene algo en mente para hacer y que no es bueno.
Siguió recorriendo las fotos, la cámara de fotos cayó de sus manos a la mesa. En la foto se veía la puerta vidriada de una tumba antigua, en ella se reflejaba la cara de la mujer, el odio de esos ojos le atravesaron el alma.